Los chicos de la calle
Una simple recorrida por la ciudad suele depararnos el encuentro con uno de los signos de marginalidad social más preocupantes: la presencia de niños o adolescentes que ejercen la mendicidad en la vía pública o buscan el modo de ganarse unas pocas monedas ofreciendo a transeúntes o automovilistas los más rudimentarios servicios.
Solemos referirnos a ellos genéricamente como los "chicos de la calle". Por supuesto, los identificamos sistemáticamente como las víctimas de desequilibrios sociales más o menos endémicos, y experimentamos hacia ellos un sentimiento natural e instantáneo de solidaridad. Pero nunca o casi nunca nos preguntamos por las causas profundas que los han arrojado a esa clase de vida.
La historia de la mayoría de esos chicos empieza en una familia en la cual han estado ausentes las figuras materna y paterna. Desde luego, un padre o una madre pueden estar ausentes de diferentes maneras. No siempre se trata de una ausencia física. Los padres represivos, violentos o de conductas desordenadas también son padres "ausentes" en el sentido que se le debe dar a la "presencia" o función paternal: es decir, como una fuerza moral activa y responsable, dispensadora de afecto, protección y genuina orientación moral.
Los "chicos de la calle" provienen, a menudo, de hogares sumergidos en la extrema pobreza. Pero no siempre es la falta de recursos económicos lo que segrega o expulsa a los niños y adolescentes de sus familias: en no pocos casos, el deterioro afectivo de que es víctima el hijo obedece generalmente al clima de desamor, intolerancia o desolación moral que los mayores han creado a su alrededor. Cuando se analizan las causas profundas que impulsan a un menor a escapar de su casa o a tomar de ella la mayor distancia posible no se debe caer en un reduccionismo que compute solamente los factores económico-sociales. Cuando un chico se acostumbra a estar en la calle; cuando se habitúa a procurarse el sustento de cualquier manera, aun al precio de convivir con situaciones cotidianas de riesgo, se desarrolla en él una nueva cultura, que sustituye a su cultura hogareña de origen. El problema no está referido, entonces, sólo a una cuestión de mayores o menores ingresos económicos, sino que incluye también motivaciones afectivas, socioculturales y éticas a las que es imprescindible prestar atención.
El chico que se habitúa a vivir en la calle no suele estar solo: casi siempre toma sus decisiones en compañía de otros chicos que han atravesado anteriormente la misma situación y que le enseñan los "códigos" de la calle y lo introducen en los secretos de la mendicidad o en el despliegue de habilidades que le permitirán obtener las propinas para pagarse sus gastos elementales.
En muchos casos, lamentablemente, el menor incorporado a la calle aprende también algunos rituales destructivos, como el de inhalar pegamentos y acceder a otros consumos igualmente nocivos que lo iniciarán en el camino de la droga. El grupo que forma con los otros chicos se convertirá en su nueva familia: le dará un lugar y un territorio en el que podrá moverse con relativa soltura. En el mejor de los casos, se acostumbrará a concurrir a los cibercafés, donde se convertirá en usuario de Internet y descubrirá quizás allí una vía inesperada de inserción social. En el peor de los casos, aprenderá a robar y a desarrollar otras tendencias antisociales.
Esa existencia precaria y peligrosa lo conducirá, probablemente, a tristes desenlaces. Tal vez a una comunidad terapéutica por razones de salud o por consumo de drogas. Acaso será llevado a un instituto de detención. Quienes así viven sus años de minoridad no son desconocidos para los organismos oficiales dedicados a su atención. De muchos se sabe su historia, que consta en legajos. No se ignoran los itinerarios que suelen recorrer, que arrancan generalmente del conurbano, en especial de los distritos ubicados al sur de la ciudad de Buenos Aires.
A muchos de esos menores se los ve llegar en tren a Constitución, Once o Retiro, desde donde se dirigen a diferentes puntos de la ciudad. La sociedad aplica con ellos dos tipos de tratamientos. A los que tienen menos de doce años se procura reinsertarlos en sus familias. A los mayores de esa edad se procura orientarlos y se les diseña un plan de vida. Existen organismos del Estado abocados a esa tarea y hay también instituciones no gubernamentales que prestan una inestimable contribución. Pero siempre hacen falta mayores presupuestos y recursos humanos para llevar a buen puerto ese empeño, lleno de dificultades y a menudo resistido por los propios chicos.
No se puede negar la complejidad del drama que viven estos niños y adolescentes que no han tenido el hogar que sin duda necesitaban y que tampoco pudieron ser rescatados a tiempo por las instituciones educativas. Es mucho cuanto se hace con esfuerzo y sacrificio desde diferentes sectores de la sociedad. Pero la convocatoria está siempre abierta para que se sumen nuevos aportes.
Editorial I, LA NACIÓN, Lunes 18 de setiembre de 2006
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